Blog de historia militar española en la Edad Moderna (siglos XV a XIX) desde una perspectiva diferente. Conoce la cara oculta del imperio, somete a los mitos a análisis y conoce a sus enemigos.
Los tercios españoles son populares. Tanto es así que se está creando en torno a ellos una mitología contagiada por algunas incorrecciones o falacias que, cual pescadilla que se muerde la cola, se retroalimenta una y otra vez. ¿Los vikingos llevaban cuernos en el casco? Si te gusta el tema nórdico, posiblemente sepas a éstas alturas que no, que eso es un mito. Pero... ¿Y qué pasa con los tercios? Estamos dando por buenos una serie de mitos sobre quienes eran y como vestían que no se corresponden con la realidad.
En ésta entrada vamos a centrarnos en la vestimenta, donde han cuajado una serie de mitos y lugares comunes que podrían condensarse en un artículo cómo éste.
Hubo un tiempo en el que todos pensamos que Alatriste era el prototipo del soldado español de los Tercios. ¡Bendita nuestra ignorancia!
Definamos para empezar la cronología. A pesar de lo que se ha vuelto común en series y películas, no es lo mismo un soldado vistiendo en 1560 que otro en 1640, ni tampoco tienen nada que ver con soldados de 1590 o 1520, aunque algún elemento de su vestimenta hubiera podido pervivir (con cambios). Vamos a centrarnos en lo que parece que es la "época canónica" de los tercios según los entusiastas (algo que yo no comparto), las décadas desde la primera batalla de Nieuport hasta Rocroi (primeras cuatro décadas del siglo XVII).
Primero, contestemos a las grandes preguntas:
¿Vestían con ropas cutres de color pardo e iban medio en pelotas? No, al menos no siempre. De hecho los soldados españoles eran conocidos por su afición a vestirse muy bien cuando podían permitírselo (y cuando no llevarían ropa cara, aunque vieja).
¿Vestían en jubón sin mangas y con mangas de camisa? No, a menos que estuvieran descansando en un sitio caliente y preferentemente bajo techado.
¿Llevaban todos botas altas de estilo mosquetero? Definitivamente no. Las botas de estilo francés (caña alta y ancha que cae en pliegue) no se popularizan hasta la década de 1630, y sobre todo entre oficiales y jinetes. No debemos confundirnos con un tipo de bota de caña alta que los jinetes y oficiales españoles usaban anteriormente, el borceguí, que era de cuero muy fino y ajustado a la pierna (ésta era una bota para ir a caballo, pues no soportaba los rigores de la marcha). La mayoría de los soldados llevaban zapatos. Si, si, zapatos. En Flandes, con el barro.
¿Tenían un uniforme? No. Solo algunos cuerpos muy concretos (guardias reales y jinetes en una cronología muy particular, usaban tabardos "de reglamento", antecesores del uniforme. La infantería normal y corriente no tenía uniforme alguno: se vestían como civiles que aspiraban a asemejarse a la clase alta en tipos de prenda y corte de las mismas, pero con telas más baratas).
¿Y el tema de las bandas rojas y las aspas cosidas al jubón? Las bandas cruzadas al pecho o usadas como fajín eran privativas, en principio, de los oficiales. Los españoles no eran los únicos en llevarlas, y parece que a pesar del mito no se sabe muy bien cual era el código de color (a veces vemos holandeses que también llevan bandas rojas). Los soldados de a pie no solían llevarlas, exceptuando los jinetes.
En el caso de las aspas, no era algo generalizado y varía en función de la época. Vemos cuadros con infantes de la época de la Batalla de Túnez (1535) que la llevan (curiosamente, en la espalda), mientras que en la década de 1620 o 1630 es casi imposible encontrarlas. Treinta años antes, en 1590, se puso de moda durante esa década que los jinetes llevaran tabardos con el aspa, pero esa moda desapareció a inicios del siglo XVII sin que sepamos muy bien por qué.
Un sargento holandés con una faja... ¿Azul, verde?, ¿No se suponía que su color era el naranja? Bienvenidos al fascinante mundo de "realmente no tenemos ni idea de que significaba el color de las bandas".
¿Llevaban un pañuelo en la cabeza debajo del casco o el sombrero? No. Al menos no el tipo de pañueño "pirata" que todos pensamos, ni mucho menos era algo extendido. Tras mucho buscar en documentación gráfica de la época, se puede constatar que el 99% de los soldados no llevaban pañuelo en la cabeza, y algún caso particular que si lo llevaba (un par de cuadros flamencos de un cuerpo de guardia) se trataba de un pañuelo "de capas" de color blanco que se solía usarse como sudario por parte de los enfermos (el famoso "hipocondriaco" de Moliere llevaba uno de éstos, y se usaban precisamente... para sudar más, creyendo la medicina de la época que de esa manera se "equilibraban los humores").
¡Pero yo les he visto con pañuelos pirata! Si, sin duda. Lo has visto en ilustraciones, en la televisión, en el cine e incluso en las cabezas de algunos tipos vestidos de la época... esos que se llaman recreadores. Pero eso no quiere decir que lo llevaran.
¿Llevaban todos un sombrero de ala ancha cuando no usaban un casco? Sí y no. El sombrero era una prenda popular, y sin embargo no era como un sombrero moderno. Depende de la moda, el ala era más pequeña o no, se llevaba plegada o cosida por un lado... y siempre con la toca redondeada. ¿Y qué significa ésto? Un sombrero moderno tiene normalmente la toca apuntada, para que sea más fácil calarlo. Pero las tocas apuntadas no existen hasta el siglo XIX, y aunque un sombrero de ala ancha de una época y otra se parezcan desde lejos, de cerca veremos que sus tocas son muy diferentes. En aquel entonces, no causaba vergüenza que la toca fuera muy alta y redondeada. De hecho, los sombreros de los que evolucionaron éstos, aparecidos en las décadas de 1560 a 1580, tenían un ala muy corta y la toca muy alta. ¿Te suena el sombrero que lleva Felipe II en algunos cuadros? Voilá.
Velázquez pintó a unos soldados españoles peleándose ante la embajada de su nación en Roma, 1630. ¡Van de colorines!
¿Usaban cazoletas y vizcaínas? La guarnición de espada "cazoleta" no aparece hasta la década de 1630, y costó una década más que llegar al mundo militar, donde tuvo una vida efímera. Los soldados preferían, de hecho, guarniciones mucho más simples y "anticuadas" para sus espadas de guerra (que no eran lo mismo que las roperas que se usaban en las ciudades como Madrid), además de diseños de tipo centroeuropeo, espadas de lazo, etc.
¿Y la vizcaína? Definamos primero "qué demonios es eso de vizcaína". En realidad, la voz se la inventa Reverte, posiblemente tras leer en algún documento que eran famosas las hojas de daga o espada de Vizcaya (las famosas Bilbo) y creería que designaría a un tipo de daga que... se conocía como "Daga de vela". Al igual que la ropera, que apenas salía de la ciudad, la daga de vela está especializada para éste tipo de duelos callejeros, por lo que los soldados preferían dagas de mano izquierda (que llevaban usándose desde el siglo anterior) con guardamanos mucho más simples y ligeros.
Hojas de daga de vela, mal llamada "vizcaína". Algunas tienen un dentado, que es para que resbale peor la hoja de la espada enemiga (y así atraparla). De hecho, la tercera desde arriba y la segunda desde abajo tienen dos sistemas diferentes para tratar de atrapar la fina hoja de una ropera enemiga y ganar unos segundos cruciales para meter al otro una estocada con la espada. Éstas hojas tan delicadas y especializadas apenas se veían en la guerra.
¿Te acabas de rallar? Bueno, no es para menos. Yo llevo años rallado con éste tema, y no soy el único. Cada vez más recreadores y entusiastas del periodo, con las fuentes documentales en la mano y comparando realidad y evocación, se llevan las manos a la cabeza y se terminan rascando sin entender muy bien por qué.
Sin embargo, uno que es perro viejo sabe exactamente donde y cómo se inició ésta "moda". Corría el año 2005 cuando en España apenas se recreaba a los tercios, ni tampoco se hablaba de ellos. Eran los años del Capitán Alatriste, y concretamente los años en que tras unas primeras ediciones con otro ilustrador de Alfaguara, la editorial contrató a Joan Mundet para iluminar las páginas de la obra de Reverte. Por aquel entonces, solo un grupo de recreadores históricos españoles se atrevían a representar el papel de los soldados de los tercios en el siglo XVII, y la mayoría de ellos todavía no tenían la rodadura suficiente como para saber que éste tipo de detalles chirriaban.
¿Te suena la bandera de la izquierda? Aquí tienes a los españoles peleando contra una carga de caballería holandesa. ¿A que no visten como tú pensabas? Hay uno que incluso lleva un pañuelo al cuello, como los croatas. ¿Sabías que de ahí viene la palabra corbata?
Fue en aquellos años, en el pueblo llamado "Mas de las Matas" (en Teruel) en los que éstos recreadores acudieron para ayudar en las jornadas llamadas "El regreso del comendador". Mundet acudió a las mismas para documentarse, de primera mano. ¿Por qué no iba a fiarse de los recreadores, como hacían pintores o directores de prestigio en Estados Unidos e Inglaterra? Así que, casi sin pretenderlo, el dibujante plasmó lo que vio y ahí es donde comenzó todo.
¿Y luego? Bueno, luego vino el mecanismo de la bola de nieve. La gente que empezaba a recrear, los directores de cine y televisión, veían éstas ilustraciones y copiaban el look. Luego, muy poco después, vino la película de Alatriste, que creó sus propios mitos en lo que a vestimenta se refiere, y algunos pasaron también a copiar ese look. Unos por otros, como suele decirse, se quedó la casa sin barrer. De hecho, tal fue la fruición con la que se acogieron éstos mitos que aún a día de hoy cuesta hacer entender a mucha gente que son eso, mitos, y que no tienen base de realidad.
¿Y cómo vestían entonces? Obviamente, no tenemos una máquina del tiempo para trasladarnos al Flandes del siglo XVII y comenzar a tomar fotografías en un campamento de españoles. Pero afortunadamente, si tenemos numerosísimos grabados y pinturas de artistas contemporáneos, españoles y flamencos, que pintaban lo que veían. Algunos de ellos, de hecho, eran vecinos con éstas guerras, que les pillaban a la puerta de su casa. Pintores costumbristas y muy realistas como Vrancx o Snayers, que reflejaron el horror de lo que no suele aparecer en las crónicas y que formaba el grueso de aquella Guerra de los Ochenta Años: saqueos, pillajes, ataques por sorpresa, sufrimiento de unos y otros, terror y muerte...
En éste cuadro de Vrancx no te hace falta inventarte nada. Míralo con atención, pues se ven hasta los zapatos, las armas y las piezas de armadura por separado.
A través de sus pinturas, podemos conocer casi al milímetro como vestían y se armaban los soldados contemporáneos. Pero no nos limitaremos solo a los flamencos, si no a autores españoles como Vicente Carducho, que pintó con gran realismo una serie de cuadros sobre victorias españolas de las décadas de 1620 y 1630. Ellos solo son la cúspide de una gran pirámide, pues los autores de la época reflejaron su convulso siglo, lleno de guerras, con una cantidad apabullante de pinturas y grabados con la que podemos asomarnos a través de una ventana a aquella época. Y por si fuera poco, tenemos obras de investigación universitaria, totalmente nacionales, de renombre internacional como los libros de Carmen Bernís Madrazo, que su "El traje y los tipos sociales en el Quijote" hizo un maravilloso y transversal estudio de la vestimenta de los españoles de aquella época, desde labriegos hasta reyes. Siguiendo su estela, investigadores modernos como Consuelo Sanz, Amanda LaPorta o Francisco Martinez, Daniel Rosen o Mathew Gnagy (entre otros) han pasado en algunos casos de la teoría a la práctica para desempolvar viejos libros de sastrería y métodos ya desaparecidos para reconstruir las prendas de éste periodo.
Portada de la imprescindible obra de Carmen Bernís.
¿Y si es tan fácil encontrar documentación de primera mano, por que seguimos copiando los mitos cuando los vemos por ahí? Pues por que es más fácil. Bucear en pinacotecas antiguas y gastar horas visitando museos o navegando por catálogos de internet es mucho más complicado que copiar el traje de Fulano o inspirarse en una lámina aparecida en tu libro o revista favorita.
Y así estamos, unos con las manos en la cabeza y otros con la casa sin barrer. ¿Seguirás pintando a los españoles con el pañuelo en la cabeza y el aspa en el pecho, o te sumergirás en todo un nuevo y fascinante mundo de variedad? Nuestros antepasados se merecen que los representemos bien...
Ya hablamos en una entrada anterior sobre los enfrentamientos entre occidente y Japón en torno a la fecha de los ahora famosos combates del Cagayán, demostrando que se encontraban dentro del contexto del final de la política japonesa de expansión territorial y comercial a través del permiso dado a aventureros y pequeños señores territoriales para armar naves que se dedicaran a la piratería en aguas asiáticas. Éstos eran los famosos "wako".
Sin embargo, el aumento del comercio y la influencia extranjera en Japón durante las últimas décadas del siglo XVI y las primeras del siglo XVII, así como la presencia de una gran comunidad de japoneses conversos, hicieron al gobierno del shogún replantearse su postura. En efecto, el comercio que Japón desarrollaba en Manila era muy importante, ya que cambiaba la plata americana llegada a través del sistema del homónimo galeón por muy necesarios suministros (alimenticios, la mayor parte) de los que la colonia española era deficitaria.
Una "nave de sello rojo", en la que podemos apreciar un diseño mixto entre la tradición naval japonesa y la europea. Éstas naves fueron las responsables de las iniciativas comerciales japonesas entre los años 1600 y 1635.
Durante ésta nueva etapa, el gobierno japonés trató de cerrar los puertos propios a la llegada de los europeos, a excepción de los holandeses, mientras que concedía una serie de permisos a gobernantes locales para la construcción y uso de "naves de sello rojo" que se encontraban bajo la protección del gobierno nipón. Éstas naves, construidas a medio camino entre el diseño autóctono y el occidental (recordemos que los japoneses fueron capaces de construir una réplica de un galeón español, el San Juan Bautista, que el famoso daimyo Hasekura Tsunenaga utilizó para llegar hasta Nueva España en la primera parte de su famoso viaje) atracaban en puertos de la zona del sudeste asiático donde podían comerciar tanto con los europeos como con las diversas naciones asiáticas y sus representantes.
Uno de esos puertos, quizá el más importante, fue el que por entonces era la capital de un reino tailandés homónimo, Ayutthaya, llamada "la Venecia del este" debido a sus muchos canales. Una ciudad vibrante, con más de 300.000 habitantes a comienzos del siglo XVII (llegarían a un millón en torno al año setecientos), había iniciado pronto su contacto con los portugueses asentados en Malaca (1511). Los acuerdos comerciales, que incluían la venta de armas occidentales para combatir a los enemigos del reino, habían hecho crecer a la comunidad cristiana allí asentada. A los misioneros portugueses se sumaron los españoles tras la unión entre ambas coronas (1582), llegando a recibirse un permiso para construir un monasterio en piedra (1585) llamado "Madre de Dios".
La cristiana no era la única comunidad presente en Ayutthaya, cuyos habitantes eran de confesión budista, pues también tenían presencia los musulmanes e incluso los japoneses. Dirigidos por el aventurero Yamada Nagamasa (que llegó a derrotar a fuerzas españolas en 1624), en el año 1627 la capital tailandesa contaba con una comunidad de mil nipones. Entre ellos había no pocos cristianos, que huían de la persecución que a su religión se hacía en las islas y que se recrudeció a partir de 1614, además de ronin (samurais sin señor) que habían estado en el bando perdedor durante la Batalla de Sekigahara (1600) y el Asedio de Osaka (1614-1615). De entre ellos, el número de cristianos bajo el cuidado espiritual de los padres jesuitas llegaba a los cuatrocientos.
El poderoso reino tailandés de Ayutthaya servía como puerto seguro para los intercambios con naciones extranjeras. Los japoneses encargaron no pocas naves "de sello rojo" a sus magníficas atarazanas.
Españoles y portugueses, ahora formando un frente común frente al progresivo aislamiento de Japón en lo tocante al cierre de sus puertos, tenían razones para estar molestos. Ya en 1616 los holandeses, aunque técnicamente en tregua con España, propusieron al shogún Hidetata que atacara Luzón para expulsar a los españoles de Filipinas y el teatro asiático, algo que el gobernante "no rechazó". En torno a 1624 el gobierno del shogún cortó el tan necesario comercio de víveres con Manila. Como respuesta, se envió desde Filipinas una embajada encabezada por Fernando de Ayala, que no llegó a entrevistarse con el shogún en Edo en gran parte por que los holandeses convencieron al gobernante de que con la visita los españoles trataban de introducir secretamente a misioneros cristianos, que habían sido anteriormente prohibidos.
Fue aquel mismo año cuando finalmente el comercio japonés con España se detuvo. Quedaba, sin embargo, "un as en la manga", el comercio a través de Ayutthaya como puerto neutral. Los navíos de sello rojo seguían navegando bajo permiso del shogunato, y el gobierno español en Filipinas instruyó a los jesuitas para que intensificaran el proselitismo de la religión católica en la ciudad: era la era de la gran comunidad de cristianos japoneses en la ciudad.
Una película tailandesa de artes marciales, estrenada en 2010, se basa en la fascinante historia de Yamada Nagamasa, que sirvió como guerrero al rey de Ayutthaya en numerosas contiendas.
Paralelamente, la guerra entre los intereses ibéricos y los holandeses proseguían. Manila fue atacada en varias ocasiones, en el entorno de Playa Honda (1609, la gran batalla de 1617 y una acción menor en 1624). Haciendo frente a la mala fortuna de esas campañas, los calvinistas trazaron planes para una invasión conjunta con los japoneses, propuesta que fue estudiada (como ahora veremos) por los nipones.
Sintiendo la necesidad de efectuar una llamada de atención al gobierno japonés y de paso vengando la derrota de las fuerzas españolas frente a Nagamasa en 1624, el gobernador de Filipinas, Juan Niño de Tabora, mandó tropas bajo las órdenes del capitán Juan de Alcarajo. En medio de un panorama crecientemente hostil hacia la comunidad japonesa en Ayutthaya, que sería expulsada en 1630, los soldados españoles abordaron y quemaron una nave japonesa de sello propiedad de Takagi Sakuemon, que llevaba un cargamento valorado en no menos de 25.000 pesos.
La colaboración entre holandeses y japoneses propuso varios proyectos. A raíz de la quema de la nave de Sakuemon por parte de las tropas españolas en 1628, una invasión conjunta para la captura de Manila estuvo planeándose durante más de una década.
Éste suceso, acaecido en el año de 1628, supuso un enfriamento definitivo para las relaciones entre españoles y japoneses. Éstos intensificaron sus programas de construcción naval de cara a una más que posible represalia contra los españoles en Manila, mientras que mandaron al daimyo de Hizen, Shimabara Matsukura, en dos embajadas sucesivas a la las Filipinas españolas para comerciar con varios navíos, pero también para recabar información y sondear la postura hispana. Al gobernador Niño de Tabora (que sabía de las dobles intenciones de los nipones) así como a sus sucesores, se les acumulaban los problemas. Los holandeses prometieron, en la década de los 30 del siglo XVII, su apoyo a los japoneses para atacar Manila, pero éste plan de ataque conjunto se fue apagando a causa de la necesidad de suprimir la revuelta de Shimabara, motivada por el descontento de los cristianos japoneses tras los duros años de persecución.
Las relaciones se perdían irremediablemente. Los años 40 del siglo XVII, a pesar de ver el final de la Guerra de los Ochenta Años, supusieron el triunfo final de los holandeses, que quedaron como únicos intermediarios entre Japón y el mundo exterior, a través del islote de Dejima: un sistema que duraría más de dos siglos. En cuanto a las Filipinas, los holandeses siguieron rondando Manila y con mayor atrevimiento en aquella década. A los grandes ataques de 1646, que los españoles ganaron de forma cuasi milagrosa, le siguieron otros, que rallaron los últimos años de las hostilidades entre ambas naciones (1647 y 1648). Fue precisamente en ese año, 1647, cuando españoles y portugueses (que estaban en la guerra entre si en la Península) trataron en vano de forzar una entrada de su flota en Nagasaki. Fue el canto del cisne.
Manila fue salvada, al menos de momento, y no sería ocupada por una potencia extranjera hasta la invasión británica de 1762. Pero eso, nuevamente, es otra historia que merecería ser contada.
A pesar de la firma de la paz con España, Holanda gozó durante el resto del siglo de una prosperidad labrada en gran parte por sus intereses comerciales y coloniales en Asia. En adelante, sus mayores enemigos serían los ingleses, que les arrebatarían la efímera primacía de los mares que tanto les había costado conseguir.
Bibliografía Carta de Niño de Távora sobre materias de gobierno. Archivo General de Indias, FILIPINAS, 8, R.1, N.6 - 8.
Cesare Polenghi, Samurai of Ayutthaya: Yamada Nagamasa, Japanese Warrior and Merchant in Early 17th Century Siam. Lotus Press, 2009.
Birgit Tremml-Werner, Spain, China and Japan in Manila, 1571-1644: Local Comparisons and Global Connections. Amsterdam University Press, 2015
Hace un año escaso apareció un interesante proyecto para su financiación a través de verkami (crowdfunding) que enseguida captó la atención de numerosísimos "mecenas" dispuestos a costear la edición de lo que iba a ser "Espadas del fin del mundo", un cómic de corte histórico sobre un hecho de armas en Filipinas durante el siglo XVI.
¿La razón? El tema estaba resultando popular desde hacía mucho tiempo en el mundo de los aficionados a la historia militar española, y había sido objeto de análisis en artículos de diarios de tirada nacional, blogs y grupos en las redes sociales. Los Combates de Cagayán, rescatados por Miguel del Rey y Carlos Canales en el libro "En tierra extraña" añaden carnaza a los amantes del ahora popular periodo de la España Imperial (siglos XVI a XIX), especialmente a los aficionados del Siglo de Oro y las gestas militares de los Tercios Españoles.
¿Por qué? Bueno, todos hemos fantaseado alguna vez con éste tema, que parece sacado de un capítulo de la serie "Deadliest warrior": ¿Que hubiera pasado si se hubieran enfrentado un occidental y un samurai? Vale que la pregunta siempre ha tenido sus variantes, "un caballero contra un samurai", "un pirata contra un samurai" o cualesquiera otra, pero la pregunta estaba en el aire. Era parte de una "cultura popular friki", por así decirlo.
Ésta clase de what if a los frikis les fascina. No deja de ser un ejercicio intelectual interesante.
La historia de la Monarquía Hispánica es algo fascinante, pues es tan grande, tan ancha, que en ella han cabido sucesos de todo tipo y cariz. Desde gestas heroicas a situaciones terribles y de dudosa moralidad. En éste caso, lo fascinante en que en éste "what if" no tenemos que imaginar, que solo tenemos que apegarnos al hecho histórico. ¿Lucharon directamente los occidentales contra los guerreros japoneses durante su etapa de mayor esplendor? Si, y los combates de Cagayán fueron uno de esos enfrentamientos, aunque no el único.
Y el hecho es que, para solace de un servidor, que nunca ha soportado demasiado bien la tendencia que hasta hace poco imperaba en el mundo "friki", siempre he defendido que no hay guerreros "superiores" ni "inferiores" por haber nacido en Oriente o en Occidente, el resultado de éste choque de armas fue favorable a los españoles. Muy favorable. No obstante, estamos hablando de una época en la que esas gestas eran relativamente "frecuentes" (según nos dice la documentación) por parte de la infantería española.
El cómic (lo bueno)
Ángel Miranda al guión y con el impresionante dibujo de Juan Aguilera, asesorados por un historiador especialista en las relaciones oriente-occidente del periodo, mantuvieron vivo el proyecto tras un espectacular verkami en el que se recaudó varias veces la cifra necesaria para la edición.
Finalmente, presentaron éste comic de tapa dura, de unas 82 páginas, con un dibujo excelente y un guión que fue el resultado de las investigaciones de los autores en ésta materia. No es fácil pasar de la crónica a lo visual, y menos en periodos como éste, o en situaciones tan concretas como los primeros pasos de la colonia de las Filipinas en el siglo XVI. Muchos aspectos a documentar, y no siempre sencillos: desde el simple menaje que utilizan los españoles para comer hasta como eran los poblados tagalos de la época, como vestían y armaban los piratas "wako" o mil y un detalles en los que aciertan en no pocas ocasiones. El resto me parecen licencias justificables, o pequeños fallos fuera del alcance de especialistas en la materia (que se cuentan con los dedos de la mano).
Argumento
Uno de los puntos fuertes de "Espadas del fin del mundo" es su argumento. Los combates del Cagayán, que enfrentaron a un reducido grupo de soldados españoles con cientos de piratas "wako" japoneses, no son cualquier cosa, así que el material sobre el que se apoyaban se prestaba a la épica.
El cómic tiene la virtud, para mi, de "ir al grano". Una buena historia se comienza siempre tan cerca del final como es posible, y éste cómic cumple al pie de la letra esa recomendación. El viaje es muy simple: vamos desde Manila, tras un primer ataque de los piratas a una aldea tagala, al río Cagayán, donde se cumplen las órdenes del gobernador (encontrar y expulsar a éstos intrusos de las islas Filipinas).
La historia nos muestra también la perspectiva japonesa. Para mi, una sorpresa muy agradable y un gran acierto.
Se producen varios combates contra los japoneses, que podemos dividir en un enfrentamiento naval y otro terrestre, en varias fases. Esos combates se desarrollan con bastante equidad, y eso es algo que me ha gustado. Es decir, vemos gente diestra en ambos bandos, furia y destreza a partes iguales, y las bajas en los primeros planos de las viñetas no respetan ni a españoles ni a japoneses. Nos hablan de combates sucios y desesperados, muy realistas y alejados del habitual oropel de algunas ficciones militares.
Los protagonistas son dos guerreros veteranos, Juan Pablo de Carrión y Tay-Fusa, y ésto es algo que me ha gustado. Es decir, el cómic, para mi sorpresa, muestra escenas en ambos bandos (japonés y español), de modo que ésta historia no trata solo de Carrión y sus hombres, si no también del ronin y sus wako. Les acompañan unos secundarios de lujo, como fray Salvatierra, el tristemente breve capitán Pero de Lucas o los subalternos del comandante japonés (entre ellos, su propio hijo). Éstos secundarios aportan mucha profundidad a los sucesos, haciéndolos más realistas. Vemos las consecuencias y reacciones que en ambos bandos provocan los sucesivos choques, y el por qué de la determinación de ambos bandos para una lucha a muerte: en el caso de los españoles, no hay escapatoria. En el de los japoneses, el motivo político (asentarse en las islas) da paso al honor y la venganza.
La recreación que se hace de los combates me ha parecido muy buena.
Una lucha entre dos mundos
Siguiendo un esquema narrativo clásico pero efectivo, el cómic nos presenta una escalada bélica entre ambos bandos. Bandos que al principio no se conocen bien, y que por lo tanto se desprecian, pero que aprenden a desconfiar y respetar. En éste juego, los españoles, más acostumbrados a toparse "con lo inesperado" en ese siglo, juegan con cierta ventaja.
Hay que avisar de algo importante: no esperéis un ejército samurai. Los japoneses son lo que son: piratas. Por eso, la mayor parte de sus tropas son guerreros poco refinados y poco honorables que combaten a muerte por el botín y la expectativa de ganar un trozo de tierra que convertir en su nuevo feudo. Sin embargo, entre ellos si vemos algunos comandantes que parecen ser ronin, samurai sin señor, por lo que el cómic nos brinda algunas escenas muy impactantes entre samurais con su armadura completa contra españoles con petos y cascos de metal.
Los piratas son piratas y van armados como tales. Un detalle que me ha gustado mucho, a excepción de que no usaran lanzas o naginatas, por que las usaban y mucho.
Pero no solo eso. Vemos como ambos bandos piensan sobre la difícil situación y afrontan un combate incierto, atendiendo de paso al carácter y la forma de pensar de unos y otros. Más confiados en su superioridad los japoneses, más inquietos los españoles a causa de lo reducido de su número.
Al final, los piratas encuentran la horma de su zapato. Hay un oceáno de diferencias entre españoles y japoneses en el siglo XVI, pero también muchísimas similitudes. Aún a día de hoy, muchos japoneses opinan que el carácter español es parecido al suyo, aunque sin la pesada educación y las normas sociales que los nipones utilizan para "contener a la bestia que anida en el hombre". Ambos guerreros tenían una fuerte concepción del honor personal, que podía llevarles al duelo y la muerte, y ambos creían ser los mejores soldados de su tiempo. Imaginativos, valientes y sufridos, españoles y japoneses fueron muy similares, lo que hace de éste choque algo impredecible.
El clímax de ésta obra se encuentra en un momento crucial, en un cruce de espadas que da su nombre al cómic. Los dos comandantes, Carrión y Tay-Fusa, se enfrentarán a muerte decidiendo la suerte del combate. Es una escena magistral, que recorremos desde que ambos se preparan para el combate hasta el momento en el que se encuentran en el campo de batalla y dejan hablar a sus espadas.
Y esa escena es digna de pasar al corpus fundamental de las grandes hazañas del "fandom hispano-imperial". Chúpate esa, Blas de Lezo.
Éste momento es más épico que una peli de Michael Bay. Os va a encantar.
Detalles que me han gustado
Hay varios detalles que, como historiador especialista, me han gustado del cómic. Se ha prestado gran atención a las armas y la vestimenta de los españoles, y se ha huido (en parte) del tópico. No vemos espadas cazoletas, que no existen hasta el siglo XVII, ni armaduras de estilo posterior. Si vemos, y debo admitir que el detalle me ha sorprendido mucho, escaupiles de algodón como los que usaban los conquistadores en América. Un detalle al que le doy un diez.
Éste tío lleva unos gregüescos de color con bragueta y un escaupil de algodón como armadura. Solo le quitaba el pañuelo del cuello, pero por lo demás me casaba con él. PERFECTO.
Ángel Miranda habló durante la presentación del cómic del proceso de investigación de las fuentes, y hay detalles en los que se nota la mano experta. En los que se ha afinado mucho. Una medalla de Santa Bárbara de la época (testimonio arqueológico) o como la fauna y geografía del río Cagayán se representa fielmente, dando al entorno del combate final una credibilidad sin parangón.
Además, se atrevieron a imaginar como era el dispositivo de defensa español, compuesto por la propia galera y unas barricadas de madera (en las crónicas se habla de trincheras) para detener mejor el avance de un enemigo que les superaba ampliamente en número.
No os quiero hacer más spoiler, pero el cómic está lleno de esa clase de detalles que os van a gustar, y que a mi me gustan, a pesar de que además de lector exigente he dedicado casi toda mi carrera como historiador a conocer éste periodo desde una perspectiva muy cercana a la práctica de un recreador: con atención al detalle de lo cotidiano. O sea, que no era fácil contentarme en éste aspecto, vive Dios.
El entorno es para mear y no echar gota. Un excelente trabajo recreando el paisaje del río Cagayán.
Cosas que no me han gustado tanto (y no me llaméis tiquismiquis)
Espadas por doquier
Hay un mito muy extendido que impregna las producciones de cine, televisión, cómic, etc. Y éste es el mito de la abundancia en el uso de las espadas. En ésta época concreta la espada era, para los españoles, el símbolo del oficio militar, pero no dejaba de ser un arma auxiliar. Un arma de último recurso. Las principales herramientas del soldado son la pica y el arcabuz, e incluso en éste caso la espada y el escudo (que, ojo, salen personajes usando rodelas, detalle que se agradece y mucho).
Aunque armas de asta y de fuego aparecen en la obra, suelen estar en segundo plano, y casi siempre en manos españolas. He echado de menos las armas de asta y los arcabuces tanegashima en los últimos embates de los japoneses, aunque en justicia hay que decir que aparecen en varias viñetas. No obstante, imagino que el recurso narrativo es doble: por un lado, el cómic se llama "Espadas del fin del mundo" por algo (es lógico darle más protagonismo a la espada) y por otro lado las cargas frontales al arma blanca por parte de los japoneses (cargas banzai) fueron un recurso muy utilizado durante gran parte de su historia militar (que se los digan a los americanos en la Segunda Guerra Mundial...).
Entonces, ¿De qué me quejo? Bueno, digamos que cuando el enemigo realiza un asalto frontal espada en mando confiando en sus números y es rechazado por el uso conjunto de picas y arcabuces, que repita la operación es bastante suicida. Pero claro, japoneses y carga suicida no es algo tan descabellado, precisamente.
Nunca fue muy buena idea atacar una trinchera al arma blanca si hay armas de fuego defendiéndola. Los japoneses descubren un anticipo de lo que les harán los americanos en la SGM...
Un nosequé que qué se yo
A pesar de que la historia va al grano y cuenta lo que tiene que contar, es verdad es que, al final, sabe a poco. Es decir, el argumento está muy bien, las escenas molan, pero echas de menos "más chicha". Es lógico que sobre un hecho de armas que ocupó unas pocas líneas en unas cartas y crónicas de la época, tampoco se puede sacar de ahí oro. Pero en general ésta es una historia con muchos silencios, planos largos de situación y paisaje y frases contundentes.
Éste recurso narrativo es común en el género (ficción histórica militar), y muy del gusto del fandom español, acostumbrado a personajes lacónicos y revertianos. Carrión tiene mucho de ésto. Es un personaje muy revertiano, un héroe cansado que está de vuelta de todo, y que a veces se siente demasiado viejo, dispuesto incluso a tirar una toalla que nunca termina de arrojar.
Aquí entramos en el terreno de la manía personal, claro. Estoy un poco cansado de esa narrativa. Es decir, el "setting" de la Monarquía Hispánica da para mucho más que para héroes cansados, descamisados, algo sucios y veteranos de muchas campañas, que se baten en ocasiones más por su reputación y sus compañeros que por las órdenes dadas o las banderas y los reyes. A la gente le gusta ésto, es una fórmula de éxito, pero yo hecho de menos otro tipo de personajes protagonistas y mostrar otro tipo de facetas de nuestro pasado, sin caer en tópicos manidos: por ejemplo, que el sacerdote sea pacifista pero un integrista moral, que el protagonista pase un poco de la religión por que está de vuelta de todo o que sea el prota el único que es capaz de vencer a los grandes antagonistas en un cuerpo a cuerpo.
Carrión es un héroe cansado arquetípico. No obstante, él al menos reflexiona sobre su condición y a veces le flaquean las fuerzas, lo que le hace más humano y creíble.
Además, y para terminar, hay algunos detalles de vestimenta que me chirrían un poco. A pesar de que me han sorprendido y gratamente con buenos detalles (ropa más del siglo XVI, armas y armaduras, uso de zapatos en vez de botas, que no se popularizan hasta mediados del siglo XVII, etc.), hay otros que como especialista me dejan un poco rascándome la cabeza. Y aquí es cuando podéis odiarme por ser tiquismiquis.
Los frailes dominicos no eran todos sanadores, ni tenían por que saber de eso. Tampoco llevaban una cruz colgando del pecho. Éste error es muy común, el de representar a todos los frailes con una cruz en el pecho, y es algo que solo es propio del alto clero, como los obispos, pues es uno de sus rasgos distintivos (la "cruz pectoral"). En el caso de frailes de órdenes mendicantes, y obispos y arzobispos aparte, las cruces pectorales solo las llevaban los priores (llamados "guardianes"). Así que ya sabéis, si dibujáis al típico y simpático franciscano en vuestro cómic, ¡No le pongáis una cruz en el pecho si es un simple hermano de la órden!
Chambergos en 1582. En serio, eso no se usaba. Los sombreros a la moda de la época eran sombreros de castor, o sombreros de fieltro de ala más corta y con una copa absurdamente alta y redondeada. La toquilla "en pico" en los sombreros no aparece hasta el siglo XIX. Se que es un poco "gracioso" pensar en que nuestros antepasados llevaban sombreros que podían resultar propios de... no se, ¿Un payaso? Pero las modas son así y así iban.
Pañuelos en la cabeza. Se que queda muy pirata y muy alatristesco, y que se usan mucho, incluso en recreación. Pero no es correcto. El pañuelo pirata no lo usaban los soldados o marineros de aquella época. Lo siento, chicos...
Los españoles van, como siempre, vestidos en tonos tierra y cacao. NO. Vestían también con colores, de forma muy ostensa. Alatriste ha hecho en éste sentido "mucho daño", y ahora la gente tiene la imagen de los soldados españoles como gente sucia que vestia con cueros o con ropa de colores pardos. Los soldados de Napoleón vestían de colorines. Los tercios de Carlos II vestían de colorines. Las tropas de Carlos V vestían de colorines. Las de sus hijos, tres cuartas de lo mismo. Ya es hora de que lo vayáis interiorizando, peña.
Se que tengo una cruzada personal contra los pañuelos, pero desde la peli de Alatriste lucho una batalla perdida. No se usaban, NEIN.
Conclusión
"Espadas del fin del mundo" es un buen cómic, una obra épica que te hace vibrar, que te transporta al pasado y que colma tus "expectativas frikis" en éste interesante "what if" sobre el que todos hemos pensado. Tiene toques geniales, magistrales, donde destaco el dibujo y los detalles de ambientación histórica.
Las 82 páginas de éste libro colman tus anhelos, pero como cuando comes algo que te gusta mucho, como un helado de chocolate, cuando terminas te sabe a poco. Así que espero que éste no sea el último cómic que hagan, pues sucesos épicos en la historia de España hay para dar, vender y regalar.
¿Recomiendo éste cómic? Si, y mucho. Lo recomiendo a los aficionados a la historia, al mundo militar, a los cómics y el mundo friki en general. Pero también a cualquier otra persona a la que el tema de la obra le llame la atención. ¿Por qué no? Además, tiene la virtud de educar, de rescatar del pasado páginas prácticamente olvidadas de nuestra historia, que nos hacen sentir un poco menos pequeños, un poco más a gusto con "ser españoles" si echamos la vista atrás. Y de eso, últimamente, hace falta una ración extra.
Augusto
Ferrer-Dalmau inmortaliza para el libro del periodista Carlos Molero,
"Estampas de la caballería española", a una de las
unidades de caballería más singulares y exitosas del imperio
español: los Dragones de Cuera.
A
finales del siglo XVIII, la frontera norte del virreinato de la Nueva
España la conformaba una red de pequeñas plazas fuertes, los
presidios, que protegían asentamientos dispersos de colonos blancos
y tribus indias locales, a los que se sumaban los refugiados del
impetuoso empuje de los belicosos comanches. Era una frontera extensa
y dura de territorio desértico, que se expandía a través de más
dos mil kilómetros desde Nueva Orleans a Tucson, protegiendo de ésta
manera el flanco noroeste del disputado territorio de la Luisiana, y
con él el famoso Camino de Tierra Adentro, que conectaba Florida con
Texas.
Las
puntas de lanza de éste dispositivo, que eran también los
asentamientos más poblados, eran Santa Fé y San Antonio de Béjar,
poblaciones que se harían famosas durante la expansión
estadounidense hacia el Oeste y la independencia del estado de la
estrella solitaria, tras la famosa expedición de Antonio López de
Santa Anna y la defensa de la antigua misión española de El Álamo.
Para
proteger un territorio inclemente y de una extensión apabullante, se
contaba principalmente con una tropa especialista de aspecto y
armamento arcaico, que sin embargo demostró ser uno de los cuerpos
más versátiles y temibles de los extensos territorios en las
postrimerías del imperio del rey de España: los dragones de cuera.
Operando
usualmente en pequeñas unidades de castigo de doce jinetes, los
dragones tenían como base los presidios, cuya guarnición la
componían un capitán, un teniente, un alférez, un sargento, dos
cabos, capellán y en torno a cuarenta soldados (que siempre
resultaban ser menos), a los que se les asignaba un número variable
de rastreadores indios de las tribus aliadas, que acudían a éste
territorio en busca de la protección de los españoles.
El
uniforme quedó fijado por una ordenanza de 1722: "El
vestuario de los soldados de presidio ha de ser uniforme en todos, y
constará de una chupa corta de tripe, o paño azul, con una pequeña
vuelta y collarín encarnado, calzón de tripe azul, capa de paño
del mismo color, cartuchera, cuera y bandolera de gamuza, en la forma
que actualmente las usan, y en la bandolera bordado el nombre del
presidio, para que se distingan unos de otros, corbatín negro,
sobrero, zapatos y botines."
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Su
armamento era dispar, y podía parecer anticuado, pero estaba
perfectamente adaptado a la naturaleza de los combates contra los
indios de las praderas: espada, lanza, carabina o escopeta y dos
pistolas. Se protegían con la famosa cuera, de la que venía el
nombre de la unidad, que era un chaleco o chaqueta corta formada por
varias capas de cuero (hasta siete), y que tan útil resultaba para
detener los flechazos de los indios. Llevaban, además, un escudo con
las armas del rey, que solía ser una adarga de cuero en forma de
ocho (recordemos que de tradición nazarí) o una rodela redonda,
perfectas ambas para detener las flechas e incluso los disparos desde
larga distancia.
Nunca
pasaron de mil, y solían ser, en el conjunto de la red de 44
presidios de 1790, no más de 600 hombres. Controlaban extensos
territorios, por lo que cada jinete debía disponer de hasta seis
caballos de refresco y una mula para los pertrechos. Su misión,
desde las primeras décadas del siglo XVIII, había sido la de
enfrentarse a los belicosos comanches, que habían cruzado las
Rocosas en busca de nuevos territorios, equipados con las armas de
fuego que intercambiaban por caballos, haciendo la guerra a las
tribus locales, a las que derrotaron a mediados de siglo en la
Batalla del Cerro del Fiero, asentándose en una zona limítrofe con
el sistema defensivo español, que se conocería como la Comanchería.
Desde
la Comanchería, los jinetes de las praderas atacaban los ranchos y
asentamientos españoles, dejando siempre algún muerto o
secuestrando a las mujeres. Los mandos militares respondían a éstos
ataques con veloces incursiones de los dragones de cuera, primero
para provocar su retirada de nuevo hacia la Comanchería, y cuando
los ataques se volvieron más cruentos, para matar al mayor número
posible de comanches. Se trataba de operaciones de castigo, donde lo
importante era dejar claro que los españoles tomarían represalias
por cualquier incursión que se hiciera en su territorio.
El
desafío de los comanches provocó varias expediciones de castigo por
parte de los españoles, como las de Pedro de Villasur en 1720. A
partir de 1745, los ataques de los comanches se volvieron más
frecuentes. Equipados ahora con armas de fuego, se convirtieron en la
pesadilla de las tribus locales, y en un quebradero de cabeza para
las autoridades coloniales.
En
la década de 1770 surgió entre los comanches un líder guerrero
carismático, Tabivo Naritgant, más conocido como Cuerno Verde. Sus
ataques fueron inusualmente sangrientos, y provocaron la mayor
ofensiva de los soldados presidiales durante toda su historia. La
capiteanaba el victorioso gobernador de Nuevo Méjico, don Juan
Baustita de Anza, y la formaba una fuerza de seis cientos hombres,
mezcla de milicianos, aliados indios e infantería de la guarnición
de Santa Fé. Pero el peso del combate recaería sobre los ciento
cincuenta dragones de cuera que se opinaba la tropa de élite de
aquella expedición.
Tras
varias escaramuzas, alguna de ellas tan impresionante como un combate
a la carrera durante más de cuatro mil kilómetros en persecución
de los comanches, el combate decisivo se libró el 3 de septiembre de
1779, cuando los hombres de Anza emboscaron a los guerreros más
fieles a Cuerno Verde, que plantearon una última defensa. El jefe
indio cayó en combate, y su curioso tocado fue enviado como trofeo
al rey de España, que posteriormente lo regaló al Papa, estando hoy
depositado en los Museos Vaticanos.
Los
dragones de cuera cumplieron bien su cometido. La frontera norte
quedó en paz tras ésta victoria y la firma de paces que le siguió,
y durante las décadas restantes hasta la independencia de México,
las incursiones indias se detuvieron.
David Nievas Muñoz
Licenciado en Historia
por la Universidad de Granada
Máster
en la Monarquía Católica, el Siglo de Oro Español y la Europa
Barroca Asesor histórico de Augusto Ferrer-Dalmau
Pocas
jornadas hubo durante la Conquista de México, más decisivas como la
de Otumba. El 7 de julio de 1520, la hueste de Cortés, que había
escapado a duras penas de Tenochtitlán, maltrecha y derrotada en la
Noche Triste, estuvo a punto de ser derrotada.
La
derrota en tales condiciones suponía, a diferencia de en Europa, la
aniquilación. Les esperaban los altares donde serían sacrificados,
como sacrificados habían sido (y estaban siendo) los españoles que
habían caído en manos de los guerreros méxica durante la
desastrosa retirada de la capital.
El
objetivo era regresar a Tlaxcala, y eso dedicaron sus esfuerzos los
en torno a 500 soldados de infantería, 12 ballesteros y alrededor de
20 jinetes, sin cañones ni pólvora. Les acompañaba una fuerza de
en torno a 800 aliados tlaxcaltecas, entre los que destacaría por su
valentía el capitán Calmecahua, hermano del importante señor
Maxixcatzin, de la confederación tlaxcalteca. Con ellos, todos los
civiles, especialistas y porteadores que habían conseguido salvar.
La
fuerza sería hostigada durante todo el recorrido por las fuerzas del
ahora emperador Cuitláhuac, que despachó a su mano derecha, el
cihuacoátl (una mezcla de consejero, primer ministro y sumo
sacerdote) Matlatzincátzin. La gran fuerza, cifrada exageradamente
en más de 100.000 hombres, les atacó en los llanos de
Temalcatitlán, cerca de Otumba.
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Cortés formó a sus
hombres disponiéndolos en un círculo, pues las fuerzas méxicas les
rodearon completamente. Situó a los lanceros delante, formando un
muro protector, y detrás de ellos estaban rodeleros, ballesteros y
sus aliados tlaxcaltecas. Todos lucharon, incluso María de Estrada,
una española que en aquella jornada empuñó una lanza defendiéndose
“como si fuese uno de los hombres más valerosos del mundo”.
Se intercambiaron proyectiles y comenzaron las violentas cargas, que
en varias ocasiones estuvieron a punto de desbaratar el círculo.
Contra las cuerdas,
aconsejado por sus aliados, Cortés decidió una maniobra arriesgada.
Un grupo de jinetes, encabezados por él mismo, daría una carga,
intentando matar al cihuacoátl (que veía la batalla desde una
colina cercana) y capturar el estandarte que llevaba en su espalda.
Algo que para los aztecas suponía una derrota en el campo de
batalla. Los jinetes eran Hernán Cortés, Gonzalo Domínguez,
Cristóbal de Olid, Gonzalo de Sandoval y Juan de Salamanca. Éste
último sería el que alancearía a Matlatzincátzin, exhibiendo su
bandera como trofeo. Las tropas del emperador Cuitláhuac
comenzaron a retirarse en desorden, y los españoles y sus aliados se
cebaron con ellos. Tras pasar la noche en Apan, prosiguieron hacia
Tlaxcala, ésta vez sin ser hostigados. Sesenta españoles (y
suponemos que muchos más tlaxcaltecas) habían quedado en el campo
de batalla.
Augusto
Ferrer-Dalmau refleja en ésta pintura, casi complementaria con el
gran lienzo “El paso de
Cortés”, ésta famosa
y decisiva carga. Cuando la suerte de la expedición estuvo
enteramente en las lanzas y los cascos de cinco caballos y sus
jinetes.
David Nievas Muñoz
Licenciado en Historia
por la Universidad de Granada
Máster
en la Monarquía Católica, el Siglo de Oro Español y la Europa
Barroca Asesor histórico de Augusto Ferrer-Dalmau