Pocas
jornadas hubo durante la Conquista de México, más decisivas como la
de Otumba. El 7 de julio de 1520, la hueste de Cortés, que había
escapado a duras penas de Tenochtitlán, maltrecha y derrotada en la
Noche Triste, estuvo a punto de ser derrotada.
La
derrota en tales condiciones suponía, a diferencia de en Europa, la
aniquilación. Les esperaban los altares donde serían sacrificados,
como sacrificados habían sido (y estaban siendo) los españoles que
habían caído en manos de los guerreros méxica durante la
desastrosa retirada de la capital.
El
objetivo era regresar a Tlaxcala, y eso dedicaron sus esfuerzos los
en torno a 500 soldados de infantería, 12 ballesteros y alrededor de
20 jinetes, sin cañones ni pólvora. Les acompañaba una fuerza de
en torno a 800 aliados tlaxcaltecas, entre los que destacaría por su
valentía el capitán Calmecahua, hermano del importante señor
Maxixcatzin, de la confederación tlaxcalteca. Con ellos, todos los
civiles, especialistas y porteadores que habían conseguido salvar.
La
fuerza sería hostigada durante todo el recorrido por las fuerzas del
ahora emperador Cuitláhuac, que despachó a su mano derecha, el
cihuacoátl (una mezcla de consejero, primer ministro y sumo
sacerdote) Matlatzincátzin. La gran fuerza, cifrada exageradamente
en más de 100.000 hombres, les atacó en los llanos de
Temalcatitlán, cerca de Otumba.
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Cortés formó a sus
hombres disponiéndolos en un círculo, pues las fuerzas méxicas les
rodearon completamente. Situó a los lanceros delante, formando un
muro protector, y detrás de ellos estaban rodeleros, ballesteros y
sus aliados tlaxcaltecas. Todos lucharon, incluso María de Estrada,
una española que en aquella jornada empuñó una lanza defendiéndose
“como si fuese uno de los hombres más valerosos del mundo”.
Se intercambiaron proyectiles y comenzaron las violentas cargas, que
en varias ocasiones estuvieron a punto de desbaratar el círculo.
Contra las cuerdas,
aconsejado por sus aliados, Cortés decidió una maniobra arriesgada.
Un grupo de jinetes, encabezados por él mismo, daría una carga,
intentando matar al cihuacoátl (que veía la batalla desde una
colina cercana) y capturar el estandarte que llevaba en su espalda.
Algo que para los aztecas suponía una derrota en el campo de
batalla. Los jinetes eran Hernán Cortés, Gonzalo Domínguez,
Cristóbal de Olid, Gonzalo de Sandoval y Juan de Salamanca. Éste
último sería el que alancearía a Matlatzincátzin, exhibiendo su
bandera como trofeo. Las tropas del emperador Cuitláhuac
comenzaron a retirarse en desorden, y los españoles y sus aliados se
cebaron con ellos. Tras pasar la noche en Apan, prosiguieron hacia
Tlaxcala, ésta vez sin ser hostigados. Sesenta españoles (y
suponemos que muchos más tlaxcaltecas) habían quedado en el campo
de batalla.
Augusto
Ferrer-Dalmau refleja en ésta pintura, casi complementaria con el
gran lienzo “El paso de
Cortés”, ésta famosa
y decisiva carga. Cuando la suerte de la expedición estuvo
enteramente en las lanzas y los cascos de cinco caballos y sus
jinetes.
David Nievas Muñoz
Licenciado en Historia
por la Universidad de Granada
Máster
en la Monarquía Católica, el Siglo de Oro Español y la Europa
Barroca
Asesor histórico de Augusto Ferrer-Dalmau
Asesor histórico de Augusto Ferrer-Dalmau
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